Película emblemática de lo que últimamente se han dado en llamar rockumentaries aunque en este caso se trate de un fake, un falso documental destinado a parodiar las tonterías de una industria musical y un género concreto de la misma, el rock, que con el impulso de la mercadotecnia alcanzó, entre los años setenta y ochenta, cotas de absurdo difíciles de imaginar. Su estreno en marzo de 1984 pasó totalmente desapercibido, pero con los años fue adquiriendo un merecido estatus como cinta de culto y como una de las mejores comedias del cine reciente; hasta el punto de que Spinal Tap, la banda ficticia protagonista del sarao, acabó reuniéndose en la vida real para grabar discos y dar conciertos.

Para el recuerdo quedan escenas inolvidables, como aquella en la que se describe la procesión de baterías que ha ido pasando por el grupo y muriendo de las formas más extravagantes, la de los amplis graduados en una escala de 11 en lugar de 10 para molar más, o ver al bajista colocándose pepinos en el pantalón para fardar de paquete, amén de la burla generalizada a toda la impostura y los estereotipos que rodean al mundo del rock, que esconde el mayor de los ridículos tras una supuesta fachada de grandeza con esa escenografía pasada de rosca, esas canciones “con mensaje” llenas de letras inverosímiles y un largo etcétera del que la película no deja títere con cabeza. Hasta la IMDB se suma a la coña puntuando la película sobre once puntos en lugar de diez. Grande no, lo siguiente. Tampoco hace falta decir mucho más.

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