Tras el fracaso de La cosa y con su crédito como realizador seriamente tocado, John Carpenter optó por hacer lo que podríamos llamar «un Kubrick»: de igual modo que tito Stanley se había fijado en una exitosa novela del escritor de moda Stephen King para resarcirse del fiasco de Barry Lyndon, Carpenter aceptó el encargo del productor Richard Kobritz para llevar a la gran pantalla otra de las novelas de King, cuyos derechos había adquirido antes incluso de ser publicada, llevado por el entusiasmo con la historia de un coche encantado que se apodera de su propietario. A Carpenter, que siempre ha gustado de ir cuanto más por libre mejor, la idea no le gustaba ni mucho, ni poco ni nada. De hecho la rechazó en primera instancia, pero finalmente aceptó porque otros dos proyectos que estaba barajando (entre ellos uno basado en otra novela del industrioso King) se fueron al garete y «en ese momento era lo que mi carrera necesitaba», aunque la novela le pareciese un ñordo cuando la leyó.
Para su desgracia, la posibilidad de reválida ofrecida por Kobritz se saldó con un nuevo fracaso. Y no porque la película quedase mal, desde luego. De acuerdo que no es ninguna obra de arte y que sus protagonistas, actores jóvenes con supuesto potencial, no parecen precisamente los mejores alumnos de la escuela de arte dramático; pero Christine funciona muy bien como entretenimiento (que es lo que a fin de cuentas pretende ser) y además hace gala de un primer acto estupendo, que logra meterte de lleno en la historia para convencerte de que estás ante algo que va más allá de un simple slasher con coche maldito de por medio. Mención aparte merecen los espléndidos efectos especiales, con la reconstrucción de Christine en el garaje y la persecución en llamas como escenas cumbre. En resumen, una película que merece el calificativo de «clásico de culto» con la que hoy se etiqueta aunque sea para (probable) disgusto de John Carpenter, que antes hubiese preferido ver a más gente yendo a las salas de cine cuando lo estrenó.