István Szabó está considerado como el mejor director de cine húngaro de la historia, o al menos como el más famoso. Su época de mayor reconocimiento llegó durante la década de 1980 gracias a una trilogía de películas iniciada en 1981 con Mephisto, un aclamado drama histórico ambientado en los inicios de la Alemania nazi que al año siguiente ganaría el Óscar a la mejor película de habla no inglesa, amén del premio al mejor guión en Cannes. Era la primera vez que un filme húngaro alcanzaba tan altas distinciones, y mientras a Szabó se le elevaba a la categoría de héroe nacional, el protagonista Klaus María Brandauer se hacía mundialmente famoso y veía cómo empezaban a llegarle ofertas para concurrir en producciones de primera fila y además en papeles relevantes, el principal de los cuales sería el de Bror, antagonista de Robert Redford en Memorias de África, estrenada con un enorme éxito en 1985.
Ese mismo año Brandauer, que es austriaco, aceptaba colaborar de nuevo con el realizador húngaro en esta Coronel Redl que ahora comentamos, basada en una obra teatral que a su vez está inspirada en la vida de un personaje real, aunque tomándose muchas licencias. Proveniente de una familia de clase media originaria de Ucrania que en la película aparece retratada de forma mucho más humilde, Alfred Redl era un militar que logró ascensos meteóricos en el escalafón del ejército austro-húngaro usando una mezcla de peloteo, compadreo, servilismo y subterfugios dignos de cualquier alto cargo español (civil o militar, sin distinción). Homosexual encubierto, porque no le quedaba otro remedio ya que si le descubrían podía ser hasta encarcelado, estaba al cargo de importantes labores de espionaje cuando, en el periodo inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, fue chantajeado por los rusos (al menos al principio, luego se limitaron a sobornarle generosamente) para vender los planes de ataque austriacos, amén de otros informes que implicaron la delación y muerte de espías infiltrados en Rusia. Cuando le pillaron en un vodevil de contraespionaje amateur, se pegó un tiro y sus jefes tuvieron que cambiar a toda prisa los planes de movilización, con importantes consecuencias.
Coronel Redl deja prácticamente de lado todos estos asuntos para centrarse en la condición homosexual del protagonista, culpable última de su caída en desgracia a manos del archiduque Francisco Fernando, un ser reptilesco envuelto en mil y una conspiraciones que persiguen, como fin último, perpetrar un golpe de Estado contra su hermano, el emperador Francisco José I. Redl participa en uno de los complots y es utilizado como chivo expiatorio tras cometer el error fatal de liarse con un oficial italiano que le tiende una trampa, siendo obligado a suicidarse.
La película no está mal. A pesar de que su empeño por convertir en mártir a un traidor sibarita e indulgente llegue a resultar ocasionalmente molesto, se deja ver y en la parcela de «reconstrucciones de época» está resuelta con esmero teniendo en cuenta su presupuesto no demasiado holgado, tirando de vestuario y rodajes en suntuosos palacios para «aparentar», aunque adolece de una duración excesiva que acaba notándose en el tercer acto, al que llegas con ganas de que todo acabe y Redl se pegue el tiro de una puñetera vez. La escena final de ese acto, donde el desdichado coronel se pasa cinco minutos dando vueltas nerviosamente por la habitación de hotel donde está recluido con la pistola en la mano, es muy ilustrativa de eso.
Pero también del buen trabajo de Klaus Maria Brandauer, que sabe sacar partido a sus potentes facciones para imprimir a su personaje el carácter necesario para hacerlo creíble, lastrado por el peso que le impone su uniforme al tiempo que su fuero interno se debate en un mar de dudas por culpa de su sexualidad, que no puede expresar abiertamente.
Cabe destacar el retrato de la sociedad austro-húngara de la época y su imperio, bastante alejado del que nos han legado las películas de Sissí. Aunque el gobierno comunista húngaro presionó para demonizar el imperio todo lo posible y más, la imagen que Coronel Redl transmite de él resulta bastante cercana a la realidad: en los albores del siglo XX aquello era un castillo de naipes que se sostenía de puro milagro, conformado en torno a una esquizofrénica «Monarquía Dual» clasista y sumamente excluyente. Pese a la necesidad de reformas profundas, las castas pertenecientes a la alta nobleza se negaban a aceptarlas con tal de no perder un ápice de sus privilegios, apelando a la moral y las tradiciones atávicas para mantener sojuzgada a la población. En tales circunstancias, la cosa sólo podía acabar tal como acabó.
Resultado: aplausos tibios.