Aunque Las verdes praderas asentó la idea de que Alfredo Landa podía ser algo más que «landismo», fue esta singular road movie la que, dos años antes, mostró al público las cualidades interpretativas de un actor encasillado hasta entonces en roles cómicos más bien de baja estofa, distinguidos por su tinte abiertamente chabacano. Pese a no quedar como la gran película que prometía, Landa sentía mucho aprecio hacia El puente como también lo sentía por Juan Antonio Bardem, aunque entonces el director solo fuese la sombra del hombre que había firmado obras maestras como Muerte de un ciclista o Calle Mayor.
El puente cuenta la historia de Juan, un mecánico de automóviles egoísta y crápula, que se prepara para disfrutar de un puente festivo en compañía de un ligue y una pareja de amigos. Los planes se tuercen cuando el ligue le da plantón y los amigos le dejan tirado. Antes que quedarse en Madrid más solo que la una, el hombre decide subir a lomos de su moto, a la que llama «La poderosa», e irse a Torremolinos en busca de juerga. Lo que no sospecha es que ese viaje marcará un punto de inflexión en su vida, que cambiará para siempre conforme se vaya encontrando en el camino con personas y situaciones representativas de una España que desconocía. O que se negaba a conocer.
Siendo un largometraje indudablemente político (conviene recordar que Bardem era un comunista militante), revisar El puente resulta muy útil para desmitificar la versión oficial de la Transición española hacia la democracia, vendida durante décadas como un proceso idílico gracias al cual, y en virtud de un consenso generalizado, nos dimos «entre todos» un envidiable sistema político. En realidad ese proceso fue mucho más complejo y, desde luego, no tan idílicamente consensuado como se pinta. Había mucha controversia y protestas en la calle porque la sociedad, que demandaba cambios profundos a todos los niveles, era consciente de que quienes controlaban la democratización del país no eran sino los herederos de la dictadura que había sumido a España en el oscurantismo durante cuatro décadas. Su intención no era llegar a una democracia real, sino lavar la cara del régimen a fin convertirlo en una pseudodemocracia más o menos presentable.
Y eso es lo que retrata El puente tras su fachada de apariencia «landista» y «destapista». Una película que, en el actual clima regresivo (y represivo) que vivimos resulta descarnadamente actual.Un ejemplo es la escena de la representación teatral que tiene lugar en un pueblo, interrumpida súbitamente por las «fuerzas vivas» del lugar y que termina con los actores encerrados tras las rejas. Espeluznante anticipo del caso de los titiriteros, solo que este último acaeció en 2016 y fue tan real como la vida misma. Tampoco faltan referencias concretas al paro, al racismo o la xenofobia, que no son fenómenos precisamente nuevos. El puente retrata una España que, bajo la tapadera del desarrollismo, escondía un país dramáticamente atrasado en cualquier faceta política, económica y social. De ello va siendo consciente el protagonista conforme avanza en su viaje.
Y ese protagonista, huelga decir, es Alfredo Landa. Protagonista absoluto que destaca por encima de un reparto coral, pues monopoliza el metraje relegando a los demás a papeles mucho más secundarios, no obstante trascendentales para comprender la evolución de su personaje aunque ésta no resulte muy evidente y únicamente se intuya. Eso nos lleva a la desembocadura de la escena final, que no convence a nadie como tampoco convencía al propio Landa, que la encontraba inverosímil y panfletaria. Obviamente no la desvelaremos, pero resulta muy poco creíble que alguien como Juan termine haciendo lo que hace, aun con todo lo que ha visto y oído durante su periplo. La escena, incluida por Bardem a ultimísima hora, ni siquiera estaba en el guión: la película iba a terminar justo antes. Pero el director quiso de repente aumentar su mensaje propagandístico contra la opinión de todo el mundo, y la fastidió.
Pese a ese lastre y algunos más (por ejemplo un ritmo irregular, que anima a pasar algunas escenas a toda prisa), lo cierto es que El puente merece ser rescatada del olvido en que se encuentra sumida. Tras su estreno a principios de 1977 recibió muy buenas críticas sobre todo para el protagonista, viendo así recompensados sus padecimientos durante el rodaje, que fue muy duro (se llevó a cabo en pleno agosto, con un calor infernal) y le obligó a vencer las reticencias tanto de la productora como de algunos miembros del reparto, que no creían en sus cualidades pese a llevar años demostrándolas en el teatro, donde era respetado incluso por los autores más prestigiosos.
Resultado: Aplausos, pese a todo.