Daniel Radcliffe lleva años intentando dejar atrás el personaje de Harry Potter que tanto le marcó. Y a mi juicio lo está consiguiendo, aunque solo sea por el tiempo transcurrido desde su participación en aquella saga: la entrega inaugural se estrenó hace casi veinte años. Radcliffe reside ahora en Estados Unidos y se ha volcado en el teatro, donde al parecer no se defiende mal. Pero sin darle la espalda al cine, buscando reivindicarse ante el gran público en plan «¡eh, mirad chatos, que soy algo más que el tipo que de crío interpretó a Harry Potter!»
Con Imperium, el actor inglés tomó un camino semejante al escogido por Elijah Wood en Hooligangs: si la gente me ve como una nenaza, probemos con un papel de tío chungo, a ver qué tal. Bueno, más bien de nenaza que tiene que fortalecerse en plan chungo porque las circunstancias así obligan. Es el caso del personaje al que da vida Radcliffe en esta película, inspirado en una persona real quien, aparte de eso (de servir de inspiración), ayuda al director en la escritura del guión. Michael German era un agente del FBI que trabajó infiltrado en grupos de supremacistas blancos, hasta que dimitió en 2004 harto de las abyectas políticas antiterroristas adoptadas por el gobierno estadounidense tras el 11S y se dedicó a escribir. En Imperium, Radcliffe es un agente novato al que convencen para infiltrarse en uno de esos grupúsculos neonazis, ante la sospecha de que están preparando un gran atentado que servirá de fulcro para establecer un imperio americano de carácter racista. Inteligente pero apocado, el agente tendrá que vencer todos sus miedos y endurecerse para impedir la catástrofe saliendo vivo del entuerto.
No esperen aquí el planteamiento de grandes dilemas morales ni que se ponga muy en duda la forma en que Estados Unidos encara la lucha contra el terrorismo, porque esto no es más que una película de héroes contra villanos, ni más ni menos. Lo más destacable, como siempre en estos casos, es asistir a la transformación de un actor marcado por un papel trascendental para su carrera. El problema aquí es que uno se enfrenta al visionado mal predispuesto de entrada: en la mayoría de documentales que he visto sobre grupos como la Hermandad Aria aparecen tíos que llevan unas pintas y lanzan unas miradas que animan a salir corriendo para esconderse en lo más hondo de una cueva. Eso como mínimo, porque muchas veces parecen, además, armarios roperos.
En contraposición, Daniel Radcliffe es un tirillas de 1,65 y tiene cara de lirio, el pobre. Un media mierda, en resumen, al que cuesta imaginar transformándose en un violento neonazi capaz de ejercer influencia sobre la piara a la que se arrima, ya sea física o intelectualmente. Aunque se nota el esfuerzo del protagonista por dotar de verosimilitud a su personaje, muchas veces sencillamente no te lo acabas de creer, en especial cuando dibuja en su rostro esos gestos de afectado tan propios de él, en plan «no tengo ni puta idea de qué me va a pasar ahora». Y para rematarlo, basta con observar fotos como esta:
A la izquierda el director y guionista Daniel Ragussis, a la derecha el auténtico Michael German y por fin, en el centro, un ejemplo de misscasting total.
Tratándose de un papel en el que por momentos parece encontrarse como pez fuera del agua, Harry Potter Radcliffe hace lo que puede para sacar adelante un largometraje demasiado convencional para lo que ya estamos acostumbrados a ver, que en el actual contexto de recortes a las libertades civiles por mor de la «seguridad» podría haber dado más de sí enfocándolo de otro modo. Tal y como está no sirve para nada más allá de proporcionar cierto entretenimiento (no obstante algo anodino y previsible) antes de dedicar nuestro tiempo a algo más interesante.
Resultado: más abucheos que aplausos, la verdad.