Baste una anécdota para definir con plena exactitud el carácter de Arnold Alois Schwarzenegger (Thal, Austria, 1947): a principios de los setenta, viviendo ya de forma permanente en Estados Unidos y siendo un culturista famoso pero aún lejos de la gigantesca estrella que llegaría a ser, la que era su novia desde hacía varios años quiso convencerle para abandonar la competición, coger sus ahorros, montar un gimnasio y dedicarse a llevar una vida tranquila y anónima. Casi de un día para otro, el «Chuache» rompió con ella acusándola de conformista y poco ambiciosa. Arnold quería que su nombre estuviese en boca de todos, ya fuese en el culturismo o en cualquier otra cosa que se propusiese hacer. Quería ser una estrella en el país que da a luz a las mayores estrellas del orbe. Quería convertirse en leyenda, pasar a la historia. Y nada ni nadie le impediría conseguirlo. Aquel que lo intentase sería considerado un lastre, alguien totalmente prescindible.
Desde niño, Arnold Schwarzenegger ambicionaba ser alguien en un pueblecito lleno de don nadies. Hijo de un antiguo soldado del ejército nazi metido a policía tras la Segunda Guerra Mundial, un hombre que vivía atormentado por su traumática experiencia en el conflicto y que a menudo lo pagaba con su familia haciendo gala de un carácter rudo y severo, el joven Arnold encontró en la práctica deportiva todo lo que no encontraba en su casa, amén de la disciplina y el rigor necesarios para superar cualquier obstáculo que se le pusiera delante. Como suele ocurrir, halló la que sería su primera vocación casi por casualidad, observando a los muchachos que practicaban gimnasia en un céntrico parque de Thal. Entre ellos había soldados americanos que le transmitieron una imagen del mundo (y siendo más concretos, de Estados Unidos) radicalmente opuesta a la de su empobrecida Austria natal, un país completamente devastado incapaz de ofrecer oportunidades a alguien como él. Por eso hizo las Américas en cuanto pudo, con la intención nada disimulada de hacer fortuna. No hace falta decir que lo consiguió.
Habitación del Chuache en su casa de Thal, hoy convertida en museo. Cultivando el espíritu espartano desde la piltra.
Ése es precisamente el tramo más interesante de estas memorias, en el que Schwarzenegger relata su lento pero incansable ascenso a la cima y en el que se revela como un personaje tenaz, inasequible al desaliento y extremadamente ambicioso, siempre en busca de retos con los que demostrar su valía. Así fue como hizo del culturismo un deporte de moda, sacándolo de las catacumbas en las que habitaba y contribuyendo a la popularidad de estrellas como Lou Ferrigno que de otro modo no habrían llegado a nada. Compaginaba su febril actividad deportiva (que incluía entre otras cosas colaboraciones en revistas para las que escribía artículos y hacia publicidad) con estudios de Economía, y junto a algunos amigos culturistas montó un negocio inmobiliario que le haría rico mucho antes de protagonizar Conan el Bárbaro. En el intervalo tuvo tiempo para ligarse a una Kennedy (el equivalente yanqui de liarse con una princesa europea) con la que finalmente se casaría y tendría cuatro hijos.
Convertido en la estrella de Hollywood mejor pagada de su época, daría muestras de un incipiente activismo político, influenciado por tres prohombres a los que nuestra sociedad les debe en buena medida su venturosa situación actual: Richard Nixon, Milton Friedman y Ronald Reagan. Vista su indisimulada admiración hacia ese trío de lumbreras, no faltaron quienes profetizaron el fin del mundo cuando Arnold se convirtió en Governator de California a finales de 2003, pero sorprendentemente adoptó una política moderada, opuesta en casi todo a los planteamientos de la derecha republicana más conservadora y neoliberal. Concluir su mandato de ocho años no significó la diáspora para este hombre casi septuagenario, que sigue protagonizando filmes de acción como en sus mejores días resistiendo al paso del tiempo.
No hay mejor forma de resumir en un solo párrafo la azarosa vida de un triunfador, ejemplo del inmigrante que llega con lo puesto a la tierra de las oportunidades y adquiere una posición privilegiada, gracias a las bondades de un sistema que premia con generosidad a quienes estén dispuestos a esforzarse al máximo para alcanzar un sueño. Y de todos ellos, claro está, Schwarzenegger es el primero, siempre al pie del cañón. Este es el principal fallo de un libro desbordante de yoyoismo, con un protagonista incapaz de cometer un error sin justificar (cuando lo comete) y convencido a pies juntillas de que Estados Unidos es el mejor país del mundo en virtud de su liberalismo a ultranza, contrastando abiertamente con esa Europa filocomunista en la que el excesivo peso de los estados merma las libertades ciudadanas y coarta el desarrollo individual. ¡Sólo en los USA un inmigrante de mierda puede hacerse famoso luciendo músculos y repartiendo estopa frente a una cámara de cine y convertirse en gobernador del estado más rico de la Unión, la quinta economía del mundo si fuese un país independiente! ¡Los USA molan mil!
El Invicto Caudillo, rindiendo pleitesía a otro Invicto Caudillo.
Y a todo esto, ¿qué tal está el libro? Pues contra lo que cabría pensar a tenor de lo leído en el párrafo anterior resulta muy interesante, si bien el interés decrece conforme van pasando las 700 páginas que lo conforman; un «tochaco» nada desdeñable que se podría haber aligerado especialmente en su tercio final. La redacción es aceptable, aunque no tanto una traducción al castellano que peca de excesivamente literal por el abuso de pronombres personales que en castellano pueden (y hasta deben) omitirse sin ningún problema.
Y puesto que estamos ante un vehículo para el lucimiento del Chuache y glosar sus innumerables virtudes (y las del país en que vive y del que es ciudadano), los aficionados a la carnaza y el chismorreo tendrán aquí poco que rascar pese a que Arnie publicó el libro en plena tormenta por el divorcio de su mujer, a la que puso los cuernos con la empleada de hogar. Lejos de arrepentirse (bueno, lo hace pero de un modo bastante timorato), nuestro hombre aprovecha para colgarse medallas de auténtico sietemachos. Como cuando estuvo zumbándose a Brigitte Nielsen durante dos semanas mientras ambos viajaban por Europa tras conocerse en el rodaje de la nefasta Red Sonja, a todo esto con la entonces novia de Arnold pasando las noches más sola que la una en su casa de Los Ángeles. En cuanto la pizpireta y jovial «Gitte», que se lo terminó creyendo, pidió a Chuache que dejase plantada a su futura mujer, él la mandó a la mierda sin contemplaciones. ¡Habrase visto, la muy puta!
Mirá tú al Arnold…
No conocía nada de su historia, se nota que es muy interesante a pesar de esos puntos negativos que comentas.
Al ver la foto de su habitación, me pregunto quién será el propietario de ese museo, ¿sus padres? ¿él mismo? ¿un aprovechado que vive allí o que compró esa casa sabiendo de quién era?
La casa es suya. Los padres de Arnold fallecieron hace años al igual que u hermano, que se mató en un accidente de automóvil en Alemania.