Mientras leía Sexo, mentiras y Hollywood no dejaba de pensar en los paralelismos que unen a sus protagonistas (los hermanos Bob y Harvey Weinstein) con otros dos ínclitos personajes que, a su manera, sentaron cátedra en el cine contemporáneo: Menahem Golan y Yoram Globus. Como a estos últimos, a los Weinstein les une un parentesco directo. Todos empezaron sus carreras desde abajo, con empresas de regional preferente que harían crecer, en fama y rentabilidad, hasta límites insospechados.
A lo largo de dichas carreras, los cuatro se distinguieron por sus malas prácticas, su mezquindad y sus métodos arteros, tratando a empleados y colaboradores como a basura. La diferencia reside en que los Weinstein fueron mucho más listos a la hora de aprovechar las oportunidades que se les presentaban, que nadie más pudo o quiso ver y que les permitirían no sólo forrarse, sino también aglutinar un poder inaudito en un mundo dominado por grandes corporaciones mediáticas. Hasta el punto de que, ni siquiera bajo el paraguas de una de esas grandes corporaciones (la Disney) perdieron ese poder. Al contrario: aprovecharon para aumentarlo, convirtiendo en oro todo lo que tocaban y, encima, acaparando elogios de la crítica en forma de premios entre los que incluye una verdadera montaña de Oscars (alrededor de 80) y nominaciones (350, si las cuentas no me fallan).
La historia de estos cuatro individuos guarda similitudes hasta en su conclusión: los Weinstein también acabaron a la gresca, sin importarles las consecuencias para su empresa ni, por ende, para sus empleados. De hecho, se rumorea que los escándalos sexuales que hoy acosan a Harvey fueron desvelados a la prensa por su propio hermano para quedarse con todo el negocio, como punto culminante del enfrentamiento que ambos sostenían desde tiempo atrás. Así se las gastan estos dos individuos, sobradamente conocidos en Hollywood como dos auténticos hijos de puta. Y así los retrata, sin trampa ni cartón, el escritor y periodista Peter Biskind en el libro que nos ocupa, publicado en 2004.
Antes de seguir, creo necesario puntualizar que su título original es Down & Dirty Pictures, por lo que la «traducción» al castellano podría llevar a equívocos en las circunstancias que actualmente envuelven al que fuese jefe de Miramax. El libro se publicó cuando los escándalos sexuales de Harvey Weinstein no eran más que habladurías en los mentideros de Hollywood y nadie se atrevía a divulgarlos abiertamente.
Eso no significa que el libro carezca de sustancia, que la tiene en abundancia como luego veremos. Sorprende que tanta gente de la Meca del cine se llevase las manos a la cabeza tras destaparse el Weinsteingate a finales de 2017, como si nadie supiese nada acerca de esos tipos a cuya vera todos querían estar porque garantizaban el éxito a quien les cayese en gracia y/o se plegase a sus designios. Cualquiera que tenga algo más que serrín en la cabeza encontrará insultantes los esfuerzos de antiguos amigos como George Clooney o Quentin Tarantino por desvincularse de los hermanos Weinstein y en especial de Harvey.
Es una nueva muestra de la nauseabunda hipocresía imperante en Hollwood, pero también de otras cosas. Por algo Peter Biskind tuvo que superar numerosos obstáculos durante la génesis del libro, comenzando por la reticencia a hablar de muchos entrevistados. Tenían miedo, y con razón, de aquellos dos mafiosos capaces de torpedear a cualquiera hasta hundirlo si se empeñaban. Ni siquiera Martin Scorsese, un hombre no precisamente inclinado a dejarse malear, pudo con Harvey Weinstein cuando éste decidió inmiscuirse en el rodaje de Gangs of New York, haciendo honor al mote de Harvey Manostijeras por el que es conocido.
Tito Harvey visto a ojos del ilustrador Max Pepper.
Decir que Sexo, mentiras y Hollywood está muy bien escrito es una perogrullada siendo el autor quien es, un escritor excepcional. A buen seguro el mejor cronista del Hollwood contemporáneo, Biskind concibe el libro como una especie de secuela de su aclamado Moteros tranquilos, toros salvajes.
Tal como yo lo veo es un acierto total: pasado el esplendor de los años setenta, durante la era Reagan el cine norteamericano se sumergió en una espiral decadente que convirtió las películas comerciales en instrumentos de propaganda y adoctrinamiento de masas camuflados como espectáculos circenses. Hacia el final de la década de los ochenta se hizo evidente que el público, cansado ya de tanta basura, comenzaba a demandar otra clase de películas más dignas de personas mentalmente competentes, y los prebostes del cine determinaron que una vuelta a los setenta podía ser buena idea. Así impulsaron la producción de largometrajes más «comprometidos», que además requerirían de inversiones menores y, al mismo tiempo, serían más fáciles de rentabilizar.
La diferencia estriba en que cuando surgió el Nuevo Hollywood los estudios no tenían un duro. Estaban literalmente arruinados, y tuvieron que ceder a pretensiones de directores y guionistas que en otras circunstancias jamás habrían ni tan siquiera discutido. En los noventa la situación no era la misma, y por descontado no permitirían que aquello se repitiera. Fue así como el propio Biskind acuñó el término Indiewood para referirse a un cine con apariencia de estar hecho al margen de los grandes estudios, pero en realidad controlado por estos con mano de hierro desde los primeros estadios de producción. Los Weintein acabarían representando el máximo exponente de aquel tocomocho sostenido mientras fue rentable. Que lo fue, y mucho.
La narración del libro se articula en torno a tres actores principales: el primero es Robert Redford, fundador de Sundance y un progre con todas las letras, de esos que acostumbran a sermonear al resto del mundo sobre justicia social desde la cima de una montaña de dólares. Aunque se apartó del tinglado en cuanto vio que aquello era difícil de gestionar y más caro aún de mantener (eso sí, controlándolo a distancia mientras otros palmaban pasta y daban la cara cuando algo iba mal), es justo reconocer su valentía a la hora de montar y sostener con su nombre un festival – escuela gracias al cual muchos cineastas pudieron darse a conocer cuando de otro modo habrían pasado totalmente desapercibidos.
Fue el caso de Steven Soderbergh, el nexo que une a Redford con los otros dos actores del libro, que también son sus verdaderos protagonistas. Me refiero, por supuesto, a los hermanos Weinstein. En contraposición a Redford eran más honestos, digámoslo así: su única pretensión era forrarse. Conscientes del creciente auge del cine «indepe» se plantaron en Sundance buscando películas para distribuir a cambio de cuatro perras, lo que las convertía en productos de muy fácil amortización. Entonces se toparon con Sexo, mentiras y cintas de vídeo, (debut en el largometraje del agonías de Soderbergh) viendo en ella un potencial que nadie más supo o quiso ver. Era el golpe de suerte que estaban esperando tras años nadando en la mierda con una empresa zarrapastrosa, nombrada «Miramax» por el nombre de sus padres. La compraron por un precio irrisorio, y gracias a una agresiva política de distribución y publicidad marca de la casa, que haría de la película un icono, los hermanos ganaron un dineral.
Soderbergh, felicísimo tras ganar la Palma de Oro en Cannes por Sexo, mentiras y cintas de vídeo.
A partir de ahí llegaría todo lo demás: Tarantino, la venta de Miramax a Disney y el ascenso de Bob y Harvey Weinstein a la cima del Poder (así, con mayúscula), en el que se establecerían como dioses del Olimpo haciendo y deshaciendo a su antojo. En ese aspecto Sexo, mentiras y Hollywood es brutal: Biskind, con su habitual estilo afilado, apenas se corta describiendo el entramado de chantajes, coacciones, agresiones (verbales y de las otras), chanchullos e infamias sobre el que los dos hermanos edificaron un imperio que presumía de coleccionar éxitos de taquilla y Oscars. Esto último era empeño de Harvey y de su obsesión por ser visto como un artista, sin menoscabo de su no menos obsesiva pulsión por el dinero. Y permite al autor explayarse contando anécdotas inolvidables, como cuando por boca de un entrevistado afirma que Roberto Beginni ganó el Óscar por su actuación en La vida es Bella gracias a las cenas publicitarias que le organizaban los Weinstein, en vez de por su trabajo en una cinta que Biskind, ya que estamos, define sin ambages como «una imbecilidad» del mismo modo que lo son películas como Chocolat, El paciente inglés o Shakespeare in love, encumbradas por obra de la labor «promocional» de los hermanos para con críticos y los miembros de la Academia.
Ya que hablamos de la «Academia» y sus premios-tongo, ahora que un realizador tan mediocre como Guillermo del Toro va por ahí presumiendo de haber ganado un par, quizás sea el momento de recordarle cómo lloraba a moco tendido tras ser despedido por los Weinstein del rodaje de Mimic. Lloraba como una niña a la que le hubiesen quitado su muñeca favorita, pero salvó el culo gracias a Mira Sorvino: la actriz era novia de Tarantino (una de las pocas personas capaces por entonces de plantarle cara a Harvey, amén de amigo suyo) y amenazó con abandonar el rodaje si del Toro no era readmitido inmediatamente. Ya me dirán ustedes si un libro que cuenta cosas tan jugosas como estas mola o no.
Matones de baja estofa.